jueves, 28 de mayo de 2009

Querida Bogotá

Antes de irme, quiero dejar un poco de mí en ti, y tras pensarlo mucho he llegado a la conclusión de que lo mejor será saltar desde Monserrate, llenarte con mi sangre y mis sueños y mi olor, impregnarlo todo de mi, para quedarme siempre en todos y cada uno de tus habitantes, en tus esquinas, en tus avenidas, en el Transmilenio, en los bares, en el humo, en la muerte, en las fuentes, los colectivos, las invasiones, los gamines, se va a hacer romper, las iglesias, la fe ajena, el ruido, las nubes; volar sobre las nubes de este cielo confuso e indeciso, y ser un poco de lluvia y de sol, un poco de frío y de viento, y rozar los rostros de millones de personas anónimas que van siempre sin rumbo vagando por este laberinto de carreras, de taxis, de manos, de ojos, de lenguas, de miedo, de risas y flores, y ser también los 100 pesitos para un pan, y el cuchillo que rompe la noche, y la ambulancia inútil a 200 por hora, y estar en el sabor del tinto, del chocorramo, de la yuca, de un águila bien fria, del aguardiente, del arroz con lentejas, y en el olor de la aromática, de la basura derramada, de los perros, de los parques, de las hojas, de los cigarrillos; quiero ser el humo de un piel roja, fuerte, negro, libre, disperso, derramándose en los pulmones y la saliva de una bonita mujer con los pies llenos de rumba y las manos llenas de tristeza, y quiero ser la barraquera de sus ojos, tal vez el fruto de su vientre, tal vez sus grititos por las noches, y después quiero volverme un gato y escaparme por los tejados, a oler mi propia sangre derramada desde Monserrate, a cortarme las venas con poesías impregnadas de alcohol y cocaína, a saborear la noche y el sexo, las estrellas ocultas, la luna agonizante, vagar por los tejados del norte y escuchar el ruido vacío del dinero, oler la inexistencia de las vidas tan llenas que quedan ahogadas en champagne y soledad, buscar el amor dentro de los carros caros y los vestidos de boutique y no encontrarlo; quiero ir después al centro, a la candelaria, a chapinero, a aspirar un poco el olor de la marihuana y de la vida breve, de la música y la libertad y los cuentos, y bajar hasta el sur a escuchar las risas tristes de la pobreza, a respirar el miedo que mueve a luchar, a ser la lucha, a ser la supervivencia y la fuerza de los sin nombre, de los olvidados, quiero ver a un niño sucio correr hacía mi para acariciarme con sus pequeñas manos y jugar conmigo a ser feliz un rato, y que un adolescente despechado me tire piedras que digan esa chica no me quiere, prefiere a los chicos con plata y pistola. Quiero que mi sangre se evapore y suba a las nubes, y que los miércoles cuando llueva se desparrame sobre vuestras cabezas y sintáis mi olor y mi sabor, y así nunca olvidéis que un día os amé, que amé esta ciudad, y quiero ir por las tuberías y ser la sangre que te limpia, la sangre que bebes, la sangre que botas, y acabar en alguna alcantarilla mal diseñada e inundarte cuando llueva.

Quédate mi sangre de recuerdo ahora que voy a estar lejos vagando por la tierra que debería sentir mía, buscando sin éxito arepas con queso, Candelarias y Goliardos, Mayos y Arrieros, Zapatos y Calvos y rubias costeñas y meseras con bocas de sueño, buscando una razón para luchar, un agua de panela, algún punki que baile vallenato, buscando algo tuyo en mi patria, consciente de que he perdido la partida antes de empezar. Pero tranquila muñeca voy a estar bien aunque no lleve sangre en las venas, sé que los amigos que han sobrevivido a mi locura me abrazarán a pesar de sentirme fría, que mi gato lamerá las heridas que me provocas y mi familia me prestará algo de su sangre que es también la mía. Y voy a vivir el tiempo que haga falta sin lo que aquí te dejo, recordando a que sabe el vino y el aceite, a que huelen las mañanas cuando no hay pericos si no pan tumaca, a que suenan los besos de mi madre y cómo es embriagarse y reír con los de toda la vida en los bares de siempre; tal vez le cante una canción triste a mi primer amor o tenga el valor de poner flores en la tumba de mi infancia. Aprenderé a bailar flamenco por ti y te escribiré cartas firmadas con sangre robada, y cuando vuelva tú me devolverás la mía y cada gota me contará las historias que has vivido sin mí, me hablarán de cuántos corazones se han roto en mi ausencia, cuantos positivos han muerto en falso, cuántas monedas de 100 pesitos has negado a un pan, si tus amantes eran mejores que yo y si me has echado de menos.

Pero aún quedan unos días para el adiós y las lágrimas, para cantar As time goes by mientras mi sangre se derrama desde Monserrate. Ahora me esperan días de vino y rosas, bailes de gala y risas ansiosas entre palabras mareadas por la morriña. Todavía te siento bajo mis pies y voy a aprovechar cada segundo a tu lado, voy a beberte, respirarte, fumarte, chuparte, devorarte y besarte; puede que hasta te baile. Y cuando llegue el momento en que el avión comience a despegar, miraré hacía atrás y veré tus lágrimas mezcladas con mi sangre, y comprenderé que a tu manera tú también me has amado.

Siempre tuya,

Carmen

lunes, 25 de mayo de 2009

QUE VAINA TAN JODIDA, TRIP, TRIP, TRIP. ESTO ES COSA SERIA.

Hoy me siento como pink tomate. Hoy no sé si soy automática o si no me caben olés en las manos, tal vez sea una chica automática sin olé o un olé demasiado automático para ser de verdad. Trip, trip, trip. Y es que esta semana no me gusta por una razón muy sencilla: yo odio los domingos y odio los lunes, y el puente ha hecho que esta semana tenga dos domingos y a la vez dos lunes. Que cosa tan seria.

Este fin de semana ha sido, como siempre, todo lo contrario a lo que yo esperaba. Creo que nadie esperaba este suicidio colectivo de dignidades y de sonrisas. Todo empezó como empiezan siempre estas cosas, con un viernes a las 9 de la noche en un bar para tomar una y no más, que hoy no tengo cuerpo de fiesta. Pero curiosamente, cuando uno quiere pasarlo muy bien y ser una reina de la noche, acaba en su casa antes de que cierren los bares, y cuando uno sale “de tranqui” acaba bebiéndose todos los bares de los que todavía no lo han echado. Así que de repente me di cuenta de que ya no estábamos sentados en bardo hablando de nubes con forma de zapatilla y de fiestas soñadas; ahora flotábamos en un sucio karaoke en el que todos parecían felices y cantaban canciones que no habían escuchado nunca antes, mientras yo me sentaba en una esquina a escribir a oscuras y pensar que vaina tan jodida. Pero por suerte, las cosas que a uno se le van de las manos también acaban, y conseguí montarme en un taxi que me llevara a los brazos de Morfeo a pesar de la insistencia de mis compañeros de la noche de que aún la podíamos estirar un poco más.

El sábado parecía ser perfecto, cargado de remordimientos, sol y risas sin sentido, porque decidimos que era mejor reír que llorar. No hay que desperdiciar “esos días llenos de sol, esos días un poco rotos, raros, llenos de humo, un poco llenos de café negro.” Pero una siempre lo acaba desperdiciando, no preguntéis como, pero sé que desperdicié el sábado. La noche del se desperdició ella sola, no necesitó mi ayuda. Fuimos a la fiesta que tanto se anunció con bombo y platillo, pero Mayo y yo somos tan raras que nos vacunamos contra las fiestas antes de llegar, así que entre opio en las nubes presentándose en su voz y los cadáveres exquisitos que brotaban de nuestras manos, se nos olvidó embriagarnos de noche y de música y de risas. Se nos olvidó la rumba, bailar y sonreír, así que decidimos huir de lo que se había acabado convirtiendo en una película mala de zombies en la que éramos las únicas supervivientes, y manos temblorosas intentaban cogernos desde el suelo e impedirnos ir de aquella fosa común. Mierda, que cosa tan seria.

Me dijo ven a mi casa, enamórate de mi gato, regálame tu domingo. Yo no sé decir que no a partir de las doce de la noche, así que allí nos fuimos, a la casa primavera, a tomar café con velas y con gato, a dormirnos báilame el agua y reírnos del azar que a veces es tan raro. El domingo por la mañana parecía que no era domingo ni lunes, había huevos con cebolla, bigotes de gato, búsquedas de zapatos y poemas. Trip, trip, trip. Me pasé el domingo jugando a ser una niña que viste a una muñequita, y por la tarde mi muñeca cobró vida y me dedicó un recital de poesía algo tardío pero de un extraño color morado, como si hubiera intentado juntar azul y rojo y se le hubieran mezclado demasiado. Nunca me habían dedicado un recital de nada, y creo que tengo que ensayar para la próxima vez, pues no se me dio demasiado bien, y acabé recogiendo víctimas del tequila a pesar de que no me cayeran bien, que vaina tan jodida. Trip, trip, trip.

Hoy es domingo y es lunes, y estoy sola en casa, sin olor a vodka con flores y tomando un horrible café, dejándome embriagar por el miedo escénico, ya que hoy soy yo la que va a actuar, a narrar, a suicidarse en medio de muchos o con suerte pocos ojos curiosos, y tengo miedo porque no sé si hoy soy Carmen sin Olé o la chica automática, o tal vez solo sea un vestido de lunares entre unas cuantas grullas que acabarán quemadas. No importa, creo que no debería seguir leyendo opio en las nubes, no quiero a trip, trip, trip, que cosa tan seria.





“Soy Pink Tomate, el gato de Amarilla. A veces no sé si soy tomate o gato. En todo caso a veces me parece que soy un gato que le gustan los tomates o más bien un tomate con cara de gato. O algo así. Me gusta el olor del Vodka con las flores. Me gusta ese olor en las mañanas cuando Amarilla llega de una fiesta llena de sudores y humos y me dice hola Pink y yo me digo, mierda esta Amarilla es cosa seria, nunca duerme nunca come, nunca descansa, qué vaina, qué cosa tan seria. Claro que a veces me desespera cuando llega con las noche entre sus manos, con la desesperación en su boca y entonces se sienta en el sofá me riega un poco de ceniza de cigarrillo en el pelo, qué cosa tan seria, y empieza a cantar alguna canción triste, algo así como I want a trip trip trip como para poder rsistir la mañana o para terminar de joderla trip trip trip. Mierda, los días con Amarilla son algo serio. Voy a intentar hacer un horario de esos días llenos de sol, esos días un poco rotos, raros, llenos de humo, un poco llenos de café negro. Voy a hablar en presente porque para nosotros los gatos no existe el pasado. O bueno sí existe, lo que pasa es que lo ignoramos. En cuanto al futuro nos parece que es pura y física mierda. Sólo existe el presente y punto. El presente es ya, es un techo, una calle, una lata de cerveza vacía, es la lluvia que cae en la noche, es un avíón que pasa y hace vibrar las flores que Amarilla ha puesto en el florero, el presente es el cielo azul, es una gata a la que le digo eres cosa seria y ella me responde sí, soy cosa seria, mierda, el presente es un poco de whisky con flores, es esa canción con café negro, es ese ritmo con olor a tomate, ocho de la mañana, techos grises, teticas con pecas, nada que hacer I want a trip trip trip mierda que cosa tan seria.” Opio en las nubes, Rafael Chaparro.





domingo, 17 de mayo de 2009

Penas con Rumba

De los fines de semana bogotanos memorables, este sin duda está en el top five. No sabría explicar porque. Tal vez podría ser porque el viernes fui a clase de 7 a 5 sin haber dormido. O porque sin remedio no podría haber cobrado sentido sin la noche del sábado, o puede que la razón sea haber descubierto que las grullas son buena medicina para las lágrimas. El caso es que he vivido por fin la primavera, Mayo es un buen mes para sonreír. Me ha gustado prácticamente todo este fin de semana, y con lo exigente que yo soy eso es decir mucho; de hecho, para ser domingo he sido casi feliz. Digo casi, porque odio los domingos, y este no iba a ser menos.

Resumiendo: el viernes acabé con Támara en el septimazo y en bardo (para variar) haciéndole grullas y hablando por hablar, buscando cualquier excusa para no ir a dormir. Aun así tocó irse, ya que el sábado a las 10 había un taller de percusión, al que por cierto fuimos dos de las numerosas 3 asistentes, lo cual es ridículo, pues estuvo bastante bien, y pensamos repetir. Después de eso ella fue sin éxito a poner una lavadora (aclaración: yo voy a la lavandería, pero lo suyo es increíble: a ellos les llevan una lavadora a casa, lavan la ropa, y luego la devuelven!!ay Locombia Locombia…) y a la noche vino a casa, compramos un vino chileno y lo compartimos con un Andrés salido, una Ingrid silenciosa y una Arcángela llorosa, entre risas, anécdotas vergonzosas y canciones. Cuando el vino se acabó, los pies nos llevaron solos a bardo, donde nos encontramos con Ibon (para mi, Julio) el compañero de casa vasko de Tamara, y nos tomamos unos tequilas de pie, estorbando como siempre. Con el amigo euskera decidimos ir a la tienda de doña Ceci en busca de cierto conocido un tanto peculiar, y allí, mientras esperábamos, continuamos bebiendo cerveza y tequila al son de la música de la rockola. Allí enseñé a Ángela a hacer grullas, y conseguí hacerla sonreír a base de esfuerzo, carteras huidizas y pegatinas de jet. Más tarde volvimos a Bardo, aunque anoche, por alguna extraña razón, no había allí, a pesar de estar casi vacío, un lugar para nosotros. A pesar de eso nos sentamos a tomar más tequila y más cerveza, y a jugar al okalimotxo (por cierto, Ibon nos sigue debiendo un baile sexy) hasta que este último tuvo la genial idea de ir a una especie de CSO (aunque no era okupado, era más bien un club privado) en el que un grupo de punkis de postal que no conocían a la Polla Records mezclaban Non servium y ballenato. Desde luego, esa experiencia cambió nuestras vidas para siempre, y redescubrimos Bogotá en una sola noche. Éramos el vasko, la madrileña, la bogotana y la andaluza más alucinados del mundo, de eso estoy segura. La vida nos hizo acabar maullándole a Angela en la séptima mientras ella nos despreciaba y se iba en un taxi al encuentro con el amor de su vida. Los supervivientes nos dedicamos a buscar trago de camino a mi casa sin éxito, y como es tradición despertamos a Andrés para que nos acompañara un rato en el salón, antes de irnos a poner estrellitas en mi cuarto, que se apagaron cuando desperté y me di cuenta de que no las había colgado quien yo soñaba.
Hoy ha sido un domingo acorde con el resto; hemos amanecido enguayabados, he preparado el desayuno y nos hemos puesto a ver al cómico suicida mientras aprovechábamos una vez más la plancha de Ingrid. No sé porqué, pero me he sentido como en mi primer año en Granada. Ibon y Támara me han invitado a comer a su casa, aunque en vez de eso nos hemos tumbado al sol en su maravilloso patio (lástima que se hayan borrado las fotos). Por la tarde, de nuevo nos hemos refugiado en los brazos de Bardo al son de sin remedio, el cual hemos parafraseado unos cuantos ante el micrófono.
A pesar del guayabo, de ciertas ausencias y de que odio los domingos, este ha sido un fin de semana pseudo perfecto, enturbiado, eso si, por la perspectiva del viaje de vuelta que me persigue a toda velocidad y que comienza a alcanzarme, sin remedio.

Para terminar, os dejo con algo que me escribió anoche Angela entre tequila y tequila:

“Ah! Esta chica automática que transforma en grullas mis lágrimas…Que trastoca mi tristeza con tequila…que me consuela el alma con sus besos en la frente… “Protect me from what I want”.
Ah! Esta otra alma de la mía que atraviesa el mundo como yo! Así sea en trenes de islas, así sea en ciudades de pegatinas rojas…”












jueves, 14 de mayo de 2009

Copenhague

Anna nunca se sintió en casa. Tal vez porque nunca se había enamorado, y cuando una es una romántica empedernida necesita enamorarse para sentirse en casa. Era una extraña en su casa y una extranjera en su país, así que un día, cansada de no encajar, decidió buscar un lugar en el mundo donde sentirse en casa.
Tenia toda la vida por delante, el extenso mundo a sus pies y el valor para marcharse, pero el miedo a llegar la paralizó unos días. Aún así, metió en una mochila algo de ropa, un par de libros y se compró un mapamundi y dos paquetes de pegatinas: unas rojas, que iría pegando en los países que ya hubiera visitado, y otras azules, que reservaría para el país en el que se sintiera en casa.
Decidió empezar por Lisboa, tal vez porque estaba cerca, tal vez porque el nombre le sonaba bien. Acordó ir en tren, pues aunque su plan fuera recorrer el mundo, le daban miedo los aviones. Aún así, cuando el tren comenzó a caminar, sintió un extraño vértigo. Lisboa era una ciudad rara, que le hacía tener recuerdos de cosas que no había vivido. Cada día, desde el viejo tranvía que tanto le gustaba, observaba a la gente pasar, imaginando de quién le gustaría enamorarse, cómo y donde, con todo lujo de detalles. Si hubiera escrito todas esas historias que imaginaba, ni la mismísima Corin Tellado hubiera podido hacerle sombra. Un día, al bajar del tranvía, un artista callejero con la cara completamente camuflada por un complicado maquillaje le regaló una grulla de papel. Ana rebuscó una moneda en sus bolsillos, pero aquel chico de ojos negros le sonrió y se fue por donde había venido. Ana miró la pequeña grulla, pensando en aquellos ojos negros y preguntándose qué se ocultaría bajo la densa capa de maquillaje. Desde aquel día, siempre que bajaba del tranvía lo buscaba sin éxito entre la multitud, intentando encontrar sus ojos, pero eso no pasó. Además, por mucho que lo intentó, no consiguió sentirse en casa. Intentó con todas sus fuerzas hacer suyas aquellas calles, aquellas caras, pero no lo consiguió. Así que al cabo de dos meses se fue a Paris. Allí se enamoró del Louvre, de Notre Damme, del Sacre Coeur, del puente de los pintores y del barrio latino. Una tarde, sentada en la terraza de su café favorito jugueteaba con sus pegatinas azules, intactas. Pero de repente, lo vio, y comprendió que a partir de ese día el mundo que ella se empeñaba en recorrer iba a girar de manera diferente. Él corría entre la gente, y parecía que nunca le hubieran enseñado a andar; pero ella lo vio pasar muy despacio, como a cámara lenta. Y él la miró con unos ojos negros, agitados, y durante un instante paró de correr para conversar con los ojos curiosos que lo miraban desde la mesa de un café. El tiempo, del que él siempre huía, se detuvo y ambos sonrieron; Ana supo que aquel chico era el dueño de los ojos que tanto tiempo buscó en Lisboa. Sintió ganas de seguirlo, de correr detrás de él, pero sus piernas no respondieron, pues pensó que no podía empezar ahora a perseguir desconocidos solo porque consiguieran detener el mundo. Antes de que se diera cuenta él se perdió entre el tumulto, dejando solo una grulla caída en la acera, que Ana guardó junto con sus pegatinas azules.
En Paris tampoco puso la pegatina azul. No le gustaron los franceses y no encontró más grullas, así que pasadas unas semanas, cogió un avión hacia Londres. Poco a poco, empezó a acostumbrarse a volar, aunque el despegue le seguía suponiendo una tortura. Se embriagó de aquella ciudad, que respiraba vida en cada esquina. Se empapó de todo lo que allí había, paseó por sus calles, y consiguió trabajo como profesora de español. Cada día, se perdía entre los millones de personas de todas las razas que se mezclaban en un ir y venir frenético, dejándose llevar. Le encantaban los autobuses de Londres, esos gigantes rojos. Un día, cuando iba en el autobús hacia el trabajo, miró por la ventanilla y ahí estaba el chico de las grullas en un autobús paralelo al suyo, escribiendo algo en la empañada ventanilla. “Otto”. Sonrió, y se señaló a si mismo. Con un gesto, le preguntó su nombre. Ana aprovechó el vaho de un suspiro para escribir en su ventanilla: “Ana”. El autobús de Otto arrancó antes de que se atreviera a dibujar un corazón debajo de su nombre. Y es que no hay nada eterno, y mucho menos el amor cuando es cobarde. No volvió a verlo.
Disfrutó cada día y cada paso en Londres, pero allí tampoco había un lugar para ella. No sabia explicar porqué, pero sintió que sus pegatinas azules debían seguir intactas.
Una amiga le habló de Copenhague. Le dijo que aquella era una mágica e inolvidable, así que Ana empacó sus cosas una vez más y se dirigió a Dinamarca. La vida allí era como en el Tivoli, el parque de atracciones más famoso del mundo. La corriente le enseñaba el camino, y la lluvia era la más hermosa que hubiera visto nunca. Encontró trabajo en un café de la estación de tren. Allí cada día, cuando acababa su turno, se sentaba un instante a observar el tránsito de vidas envidiándolas por tener marcado un camino, y con un cigarrillo y un café jugueteaba con sus dos grullas, imaginando cómo sería la voz de Otto, y las historias que podrían vivir juntos.
Una vez más, el azar jugó a su favor. O eso creyó ella cuando una noche Otto se sentó en la mesa 7 del café. Lo atendió como a un cliente cualquiera, pero en sus ojos se podía ver la tormenta que la removía por dentro al preguntar que si quería más azúcar. Otto hizo una grulla japonesa con su servilleta, y en una esquinita escribió “Ana”. Cuando salió, Ana guardó la grulla en su bolsillo, maldiciéndose por no tener el valor para decirle algo más profundo que “su vuelta, gracias”. Lo que Ana no sabía todavía es que aquella grulla no era cosa del azar, si no del destino.
Durante una semana, todas las noches Otto se sentó en la misma mesa y dejó una grulla con una palabra escrita: Lisboa, Paris, Londres, Capicúa, sonrisa, destino, Viena, adiós. Cuando Ana recogió la última grulla, la del adiós, el corazón le dio un vuelco, y deseó poder volver atrás para decirle a Otto que no se fuera, que aún no tenía suficientes grullas. Pero definitivamente, Otto se había ido.
Al día siguiente, Ana pasó toda la noche mirando la puerta de la cafetería, pero Otto no volvió a entrar por ella; ni al día siguiente ni al otro. Los minutos se le escurrían sin fuerza entre los dedos, tan inútiles como sus pegatinas azules, y Copenhague perdió todo sentido. Miraba sus grullas con amargura, pensando en lo que podría haber sido y murió antes de empezar. De repente, se fijó en la grulla número 7. “Viena”. ¿Porqué no? Ya nada la ataba en Copenhague, y las pegatinas azules seguían intactas. Tras un acalorado debate consigo misma, empacó sus cosas, devolvió el uniforme en el café y se montó en el primer tren a Viena. Cuando subió, la prisa no la dejó ver la enorme grulla naranja pintada al lado de la puerta del vagón n º 7.
El miedo de no encontrarlo se disipó en cuanto pisó aquella ciudad. El Danubio, la música, los cuadros, los palacios… la transportaron a otro tiempo, a otra época, y sintió ganas de bailar un vals con Otto a los pies de la catedral. Se olvidó de buscarlo, pues el aire allí la incitaba a vagar sin rumbo ni motivos entre la magia de las calles, hasta que un día que paseaba por la orilla del Danubio, las vio. Varias docenas de grullas de colores flotaban alegremente por el río. Contuvo la respiración y miró a todos lados, buscando a Otto. Tenía que ser él, el azar no era tan creativo. Por más que buscó no lo vio, así que echó a correr río abajo, detrás de las grullas, para pescar alguna.
“Nunca dejes de buscarme” repetían una tras otra las frenéticas y mojadas grullas con la letra de Otto. “¿Qué no deje de buscarte, Otto? No hago otra cosa, y tú te me escapas. Si me quisieras, me esperarías quieto; ya no quiero más grullas, yo solo quiero verte a ti” le gritó Ana a un Otto invisible, inexistente. Siguió las grullas por la orilla, con la esperanza de encontrarle al final del camino que marcaba la corriente. Una vez más se le hizo de noche, y Otto no apareció. Dejó ir a las grullas, se dejó ir ella, con sus pegatinas azules aún sin estrenar, con sus bolsillos vacíos ya de sueños y con la frente marchita.
Esta vez trabajó como ayudante de cocina en un restaurante español. Le hacía gracia la ironía, por primera vez en su vida se sintió española en aquella minúscula cocina pelando patatas y cebollas. Se apuntó a clases de pintura, de danza, de piano. La vida en Viena hubiera sido deliciosa de no ser por las grullas que la esperaban debajo de la cama para recordarle lo que no había podido tener. Aún así, su estancia allí se alargó más de lo normal, pues ahora que no encontraba a Otto, el mundo podía esperar.
Un día, en la cocina del restaurante, la pequeña televisión que nadie miraba llamó su atención por primera vez en mucho tiempo: el rótulo del noticiero rezaba: “un mundo para ver: IX festival iberoamericano de teatro, Bogotá”. A Anna se le calló una olla al suelo, causando un gran alboroto, pero no escuchó la riña de su jefe, el agua derramada, la voz de la reportera. En la pantalla, un chico de ojos negros y una camiseta con el dibujo de una grulla japonesa hablaba animadamente; al parecer, era actor, o algo así. Trató de prestar atención, pero solo alcanzó a escuchar palabras sueltas: Europa, obra, oportunidad, pantomima. Se le nubló la vista. “Otto, no puedo seguirte tan lejos. Un mundo para ver… ¿Pero de que me sirve ver el mundo si tú huyes de él? Lo siento Otto, esta vez no puedo buscarte. Ya tengo demasiadas grullas”
Esa noche no pudo dormir. Buscó como loca información sobre Bogotá, sobre el festival, sobre la pantomima, sobre precios de vuelos Viena-Bogotá. ¿Y si no lo encontraba allí? 8 millones de habitantes son demasiados. “2600 metros más cerca de las estrellas”… aquella frase le sonó bien. “De acuerdo Otto, llévame a las estrellas”. No se despidió del y se subió al primer avión que pudo pagar, y comenzó a tomar una tila detrás de otra. 14 horas de avión para alguien con pánico a volar es demasiado, y nadie tenía un valium a mano. No la tranquilizaban ni las grullas que llevaba en una cajita entre sus manos. A mitad del vuelo sintió ganas de pedir que dieran la vuelta, que aquel no era Otto, que estaba cometiendo un gran error; pero ya era tarde.
Tras una interminable agonía, el avión descendió sobre el aeropuerto de El Dorado. Cuando Ana salió de allí, sintió ganas de besar el suelo, y cuando se montó en un taxi rumbo al centro, se dio cuenta de que Bogotá era una ciudad loca; le pareció que morir en un taxi después de haber sobrevivido al avión era demasiado patético. Pero sobrevivió al taxi, aunque siguió sin entender porque el centro estaba en las afueras de la ciudad. Caminó por sus calles, mirando hacia el Monserrate, y la altitud la hacía pararse de vez en cuando a tomar aire.
El centro hervía al ritmo del festival, y por todos lados se iba encontrando con obras de teatro, Cuentacuentos, bailarines, conciertos… pero a Otto no lo vio. Lo buscó incansablemente durante los días que quedaban de festival, y tras la fiesta de cierre, perdió toda esperanza. “¿Qué iba a hacer ella en Bogotá?” se preguntaba mientras bebía aguardiente en un extraño bar en la calle 19. Salió de allí algo tambaleante y comenzó a andar por la Candelaria. Sin saber como había llegado hasta allí, se sentó en una esquina del Chorro de Quevedo a ver pasar a los jóvenes punkeras, a los turistas y a los dilers muy deprisa de un lado a otro, ensimismada, hasta que descubrió una grulla pintada en la pared, junto a una inscripción: “Abre los ojos” Otto había estado allí, y le había dejado un mensaje, de eso estaba segura.
Durante varios días se dedicó a buscarle, pero esta vez de una manera organizada. Empezó buscando en los programas del festival, pero nada. Luego se dirigió a la organización, pero allí la ley de protección de datos le impedía a los secretarios darle esa información. Preguntó en las comisarías y en los hospitales, y sintió que se iba a volver loca. Después de dos semanas desistió, y se dedicó a vagar por las calles de aquella ciudad desconocida, en la que el clima estaba loco y en la que no se veía ni una sola estrella a pesar de estar 2600 metros más cerca de ellas. Encontró refugio en aquel bar de la 19, y cada día iba allí a ahogar sus penas en alcohol y canciones, aunque ellas aprendieron a nadar. A pesar de todo, allí se sentía bien, rodeada de gente estrafalaria y loca, pero adorable. A ratos, sentía ganas de poner una pegatina azul en cada esquina de la ciudad, pero después se acordaba que solo había ido allí a buscar a Otto, y que él se había escapado una vez más, dejando solo otra maldita grulla. Así que los días se le fueron tornando grises, y después de un par de meses decidió irse, tal vez a Buenos Aires, puede que a Lima; ya no le importaba, simplemente vagaría sin rumbo y sin Otto. Decidió coger un autobús rumbo a Ecuador, y desde allí recorrer todo el continente. Fumaba un cigarrillo en la entrada del terminal, hasta que una grulla le calló a los pies. Se quedó paralizada, sin valor para mirar atrás.
Desenvolvió con cuidado la grulla y leyó en voz alta: “1000”
“Según una leyenda japonesa, la persona que hiciera mil grullas de papel vería cumplido un deseo” dijo Otto a su espalda.
“¿Esta es la número 1000?” preguntó en voz baja Ana, sin mirarlo.
“Si. Y se ha cumplido mi deseo” respondió Otto triunfal, sentándose a su lado.
“¿Ah, si? ¿Y cual era?” preguntó Ana mientras desenvolvía por fin sus pegatinas azules. Otto respondió su pregunta con un suave beso en sus labios, que Ana selló con una pegatina azul, y entre risas y besos, decidieron no volver a perderse nunca más. Desde aquel beso, Ana dejo de buscar, y se dedicó a ponerle a Otto pegatinas azules en todos los rincones del cuerpo. Y Otto dejó de correr, pues en los ojos de Ana halló la forma de detener el tiempo.












BSO y referencias para entender el cuento:
1. Copenhague. Vetusta Morla
2. Piedras, película de Ramón Salazar
3. Los amantes del circulo polar, película de Julio Medem
4. Amores imposibles, de Ismael Serrano
5. Desolado, de pastora
6. Al amanecer, de los fresones rebeldes
7. Wikipedia

martes, 12 de mayo de 2009

Carmen sin Olé




Carmen Conde - Alias "Carmen Sin Olé" en principio y por principio no gusta de publicitarse. Sin embargo, sus amigos le queremos y necesitamos que quede constancia de su trasegar por estas y por muchas otras tierras.

Se avecina la movida femenina de Carmen Sin Olé, musa española de lunares y alcoholes que se echa recién bautizada a las baldosas de Bardo para encantar nuestros oídos. Afirmo que se lucirá e incluso demostrará que no es una figura meramente decorativa, que más allá de la adolescente que aprovechaba las promociones de El Corte Inglés hay una ninfa saludable y vociferante que trabaja por las mujeres desplazadas de Ciudad Bolívar y no se ha quedado en turista. A veces las mujeres corren el peligro de quedarse en “Chicas Super poderosas” de las modas; pero este no es el caso de Carmen. Ella se mueve, sale a la calle, traga frío, aguanta mis borracheras y no se queda en su piso solfeando zarzuela como las santas abuelas ibéricas para torturar a Andrés, su casero. ¡Caray, la falta que hará cuando la esta Niña Conde se trepe al vuelo de Avianca! Nosotros quedaremos con la lágrima represada en el ojo, esperando a ver quien llora primero, quien es menos macho, mientras nuestra Carmen hará fuerza horrorizada para que el avión logre ganar altura y no se estrelle contra el cerro de Monserrate.

El último invento de Marco, en parte para tenerme entretenida, en parte para ponerme triste...un mes y tres dias me quedan de ti,Bogotá...un mes, 3 dias...y a llorar

domingo, 3 de mayo de 2009

Escapando

Este fin de semana o puente, no he estado en Bogotá, y creo que he sobrevivido gracias a eso. Necesitaba escapar de cualquier cosa que me recordara quien soy, y perderme de todo y de todos, incluso de mi misma. Ha sido divertido, interesante y agotador, pero también triste. No puedo evitar sentirme mal por todos los errores que cometo, pero si de verdad son errores me harán aprender, y aunque hiera a la gente que quiero, necesito vivirlos por mi misma. De la semana pasada, voy a seguir sin contar nada. Pensad que desde el 24 al 30 de abril yo me fui de vacaciones, o que estaba enferma, o que me lo pasé muy bien y por eso no escribí nada. Lo único que merece la pena contar está aquí: http://asociacionyomujer.blogspot.com/ y es la fiesta que le hicimos a los niños de Ciudad Bolivar. De este puente, copiaré alguna de las notas que iba escribiendo sobre la marcha durante el viaje. Os echo de menos, espero que estéis bien. Un beso muy fuerte.

1Mayo09

“Lo logré. Conseguí escapar de la gran dama de acero gris; soy su amante despechada, y no podía soportar ni un día más con ella. Así, que sin pensarlo dos veces me he escapado. No importa a dónde ni con quién, solo necesitaba poner tierra de por medio, y esta mañana por fin lo estoy haciendo.”

“El calor en Ibagué se te pega en los dedos y acaba gustándote. Es lo bastante grande como para no aburrirte, pero también lo suficiente pequeña como para no agobiar. La acogida ha sido cálida, como el clima, y de repente nos hemos visto comiendo sancocho en una fiesta del PC, riendo de que nos llamaran compañeros y de los dedos de capitalista con pollo. Ahora, la noche nos abre sus brazos, y quién sabe que sorpresas nos depara”

2Mayo09

“Realmente, este pais no deja de enamorarme. Dice Pablo que la vida en Colombia es como una morcilla: negra pero sabrosa. Y tiene razón. A pesar de estar triste lo estoy disfrutando a todo sabor: las conversaciones en chino, el cebiche, que tantos recuerdos me trajo, los paseos en coche con la musica a todo trapo o los juegos de asociación freudianos, y sobre todo, la selva como la llamamos nosotros. La vegetación te envuelve como una manta, y el camino cada vez se va volviendo más sorprendente. Sientes que bajas a un laberinto sin fondo, y la naturaleza te abraza, te atrapa, te hace sentir parte de ella hasta que necesitas caminar descalza por el lodo y el barro. Y te da todo lo que necesitas, así sea por medio de una vaca, o con unas aguas termales capaces de limpiar todo lo que necesitas dejar fuera de ti”

3Mayo09

“De nuevo en el coche, pero esta vez para volver a Bogotá, y se me viene a la mente el “Higway to hell”. Siempre me ha gustado el infierno, pero en el paraiso se está tan bien… Hoy no me siento con fuerzas para el ruido, los coches y la vida frenética porque ya me he empezado a acostumbrar al calor, la naturaleza y la libertad. ¿De qué me sirve estar 2600 metros más cerca de las estrellas si desde allí no se pueden ver? Como dice Juan Carlos, “2600 metros sobre el nivel del mal”
Pensar en la rutina de mi habitación ahora que he olvidado el ruido número 29 para beber agua me resulta insoportable, casi tanto como apagar la luz ahora que no brilla más supernova. Pero yo amo Bogotá, tal vez demasiado, y todo lo que hay ahora en mi vida es por decisión mia, así que a pesar de todo sé que voy a estar bien, y que Ibagué siempre será el refugio donde respiré hondo para poder seguir”